Yo hielo, escarcha, frío. Ella fuego, llama, calor. Por mucho que intentase estar por encima y abarcarla, siempre acababa derretido; distinto a como empecé por defecto.
Yo su novio. Ella mi novia. 7 meses desde que nuestra relación empezó y sin saberlo, pero tal vez presintiéndolo, esa noche, nuestro saco de amor, historias y secretos, se iba a romper.
Era una fiesta de finales de Junio. Un amigo indirecto hacía en su bonita casa, una juerga, que según mis amigos recordaríamos el resto de nuestras vidas. Sin lugar a dudas, tenían razón...
Yo en una esquina con fugaces compañías, pensando lo tanto que habían cambiado las cosas con ella. Y ella en la esquina opuesta riéndose, cantando y hablando jubilosamente con sus incontables amigos y amigas.
Salgo a bailar. Soy muy patoso, así que hago lo mínimo para no ser recordado como "aquél chaval con los pies tuertos". Me aburro. Vuelvo a mi agradable esquina, cojo mi vaso y me siento solo, rodeado de gente.
¿Donde estás? ¿Porqué no vienes a mi lado, me sonríes, y me das un beso? ¿Acaso ansías más la compañía del gentío que la mía propia?
Entre esas preguntas me sumerjo casi más de la mitad de la fiesta.
Y de repente, de entre la humareda de gente, sale ella. Alta, guapa, rubia y deslumbrante. Se había puesto, el que para mí, era su mejor conjunto. Vestido violeta escotado de una manera casi prohibitiva. Medias negras al estilo "
fatalle" y esas botas negras caras hasta la rodilla.
Por lo general nadie diría que ella era una diosa de la belleza, pero con ese conjunto, hasta el más exigente de los hombres ardería de deseos por ella.
Y sabiendo el deseo que me producía, sonríe picarona y pone las manos en mi rodilla.
Empezamos a entablar una conversación muy relevante. Se resume en cuchichear sobre los asistentes de la fiesta. Nos reímos, parece que todo va bien, pero solo lo parece.
Estoy enfadado. Solo me ha buscado cuando se aburrió de hacer el chorra. La conocía casi mejor que a mí mismo y ahora necesitaba sentirse importante, más mujer. Deseaba divertirse con mis labios, con mis manos y con mi cuerpo. Lo que no sabía con certeza era el hecho de que si me quería a mí para para estas actividades o en caso de no estar como pareja, le hubiera bastado con cualquier otro. Pero en fin, yo también estaba ávido de sentirme importante y más hombre. Así que sin exponerla mis dudas, seguí con el juego.
Por millonésima vez nos besamos. Cuando la besaba, cogía su cintura para que nada se la llevase. Los dedos del pie se movían controlados por la felicidad y de vez en cuando abría los ojos para ver si realmente existía.
Cuando ella me besaba ponía las manos en la parte trasera de mi pierna, una manía extraña, pero que la recuerdo hasta hoy. Su cintura daba pequeños impulsos controlados por el deseo y el pelo, que tantas veces se echaba hacia delante por culpa de la fiereza de sus movimientos; lo recogía impaciente poniéndoselo detrás de la oreja.
Ésta vez ninguno de estos patrones se produjeron. La magia impalpable que existe entre dos personas que se quieren, se había marchado del todo, dejando un vacío placentero, pero para nada satisfactorio.
Mi boca, mis manos y hasta el órgano reproductor se movían, pero no así el corazón. Me dolía, me mataba que estuviésemos tan cerca, tan juntos y a la vez tan distantes.
Y como movido por la cordura, aparté su cuerpo del mío. Rompí por primera vez ese ritual tan agradable de estar "enamorando".
Ella, alarmada por mi reacción, miró al rededor buscando una explicación. Pero el problema se encontraba entre los dos.
Nos apartamos del tumulto y empecé a narrarle mis pensamientos. Cada palabra que salía de mi boca sangraba de dolor y fueron muchos más insoportables cuando sus ojos soltaron en cascadas de lágrimas. No lágrimas de arrepentimiento, ni tampoco de desesperanza, ni siquiera de sufrimiento, si no lágrimas de rendición ante la verdad que estaba contando.
Cuando terminé mi monólogo de ruptura, irrumpí en brutos sollozos, mientras golpeaba la anaranjada pared del pasillo.
Nos quedamos una infinidad de tiempo gimiendo. Dolía tanto que nos abrazamos en un cómplice abrazo y cuando nuestros ojos se secaron, acordamos mutuamente que ya no tenía sentido rebuscar la inexistente magia de amor.
Salimos de la fiesta sin dar explicaciones a nadie. Tampoco hacía falta.
Bajamos juntos en el ascensor. Le pellizqué en la mejilla como diciéndole "es lo mejor, en serio" y ella suelta una tímida sonrisa expresando: "si tú lo dices...".
Podríamos haber cogido juntamente el autobús, pero prefería estar solo. Pensar y llegar a mi casa cuanto antes.
Llegué a mi humilde morada en la media noche. Mi madre no estaba y mi hermana se encontraba absorta en la televisión.
Me tumbé, lloré y dormí.
Al día siguiente yo era un recipiente cubierto de piel y huesos, pero dentro no se hallaba nada. En mis últimos 7 meses todos mis pensamientos se centraban en ella y sin ella ya nada me quedaba.
Al día siguiente ella se levantó extrañamente tarde. No se quitó el pijama y se puso a ver la TV hasta casi la hora de dormir de nuevo. No cogió ninguna de las incontables llamadas buscando respuestas a los rumores. Ella tampoco tenía nada dentro.
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