Por fin terminé de leer la última página de mi libro y cerré la tapa como si hubiera cerrado una etapa de mi vida. Como si fuera algo que predijera lo que iba a hacer en menos de una hora. Lo guardé con una sonrisa de tristeza en mi bolso y fue entonces cuando me dispuse a observar detenidamente el curso de la estación.
Mi vida ha evolucionado como un hielo sobre la piel. Primero, dolió la primera reacción de frío porque no me la esperé. Más tarde, duele el calor, pero contrarresta al frío. Y, finalmente, terminé por no sentir nada, acabé inmunizada a todo. Pero sabía que si me quitaba el hielo de la piel volvería a sentir otra vez el dolor del primer contacto con el frío. Y yo estaba intentando buscar el maldito hielo de nuevo. Porque sabía que dolía más el hecho de recordar el dolor que vivirlo en el momento.
Tras esta triste y (para qué negarlo) pesimista reflexión, decidí finalmente observar a las personas que allí se situaban. Nada que me llamara demasiado la atención, solo lo suficiente. Un hombre alto, moreno y enchaquetado miraba con recelo su magnífico lotus mientras caminaba (o más bien cabalgaba)... un niño pataleaba cogido de la mano de su impaciente madre, rogando la compra de un juguete como si su vida dependiera de un coche teledirijido... una mujer mayor, enfundada en un abrigo de pieles y un chico que le llevaba las maletas a su lado...
Bah, era absurdo. El prototipo de gente de siempre. Las mismas caras. Los mismos gestos. Las mismas miradas vacías. Nada, no era capaz de ver nada que pudiera por un segundo entretener.
Que curioso, ¿no? Las cosas más contradictorias en su mayoría son muy ciertas. Yo en esos momentos me encontraba rodeada de personas, todas ellas muy diferentes, pero en ese momento no había nadie en ese lugar, me sentí totalmente sola. Porque justamente las personas que quieres que estén contigo no lo están. O porque quizá tenía una imagen diferente de la realidad con algunas personas. Pero sabía que él iba a estar en la estación antes de marcharme, estaba tan segura de ello...
Pero se acercaban las seis en punto y no venía. Y yo seguía esperando impaciente a su llegada. Las seis y veinte, las seis y media, las seis menos veinte... nada. Entonces llega el punto en el que deseas con todas tus fuerzas creer en algo que consideras que no va a pasar. Entonces te dan ganas de tirarte por un puente de lo gilipollas que te sientes, e intentas pensar en otra cosa. No da resultado. Finalmente, decides tener fe, sin más. Porque no quieres saber nada hasta el momento exacto. Y entonces alcanzas la paz instantánea y te olvidas por un momento, distrayéndote con las cosas más absurdas. "Oye, pues a lo mejor esas personas que hay en la estación son más interesantes de lo que parecen"...
Autoconvencerse de algo es un bien y un mal. Es un bien a corto plazo, y un mal a largo plazo. Puedes creer que la gente de la estación vale la pena, pero a la larga terminarás sintiéndote gilipollas una vez más. Al igual que pensando que él vendría antes de las seis. Ya eran las menos cinco minutos y no había rastro de él. Entonces cogí mi maleta, me dispuse a levantarme del viejo banco y caminé en dirección a la vía del tren.
Fue algo indescriptible. Allí al final de las vías, una figura conocida y muy anhelada me miraba con simpatía. Corrí con todas mis fuerzas y entonces le abracé muy fuerte, tan fuerte como me fue posible. Y fue muy, muy bonito.
-Que sea la última vez que llegas tan tarde.
-Venga, por favor -dijo él entre risas-, ¿pensabas que te irías sin verme?
-No, no lo he dudado nunca.
Nos miramos un momento y entonces un ruido insoportable aturdió mis oídos y mi mente.
-Es el tren... Tengo que irme.
Nos quedamos callados sin saber qué decirnos. Él rompió ese silencio.
-Y si...
-¿Y si?
-¿Y si el tren pasara otra vez más?
Le miré con incredulidad.
-Ah, sabes que no se va a dar el caso.
-Necesito que me contestes a eso.
Lo pensé por un momento bastante intranquila. Finalmente tuve muy clara mi respuesta.
-Si volviese a pasar una vez más, las cosas no serían diferentes. Tú no quieres que me quede, y yo no debería quedarme. Lo que pasa es que no quieres que eso de que todas las personas que aprecias cojan el tren y se alejen de tí se convierta en una rutina. Yo no puedo romper eso. Porque realmente no quieres que me quede.
Le abracé de nuevo, y me subí al tren. Cada paso dolía un poco más, pero cuando me senté en mi asiento me sentí mucho mejor. Supe que había hecho lo correcto. Pero siempre le echaría de menos.
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